terça-feira, 9 de abril de 2013

LA BEBIDA DEL PODER, RELATO AUTOBIOGRÁFICO DE LA EXPERIENCIA DE UN ESPAÑOL CON LA AYAHUASCA EN MAPIÁ, AMAZONIA BRASILEIRA, EN 1989, ÚLTIMO AÑO DE VIDA DEL PADRINO SEBASTIÃO MOTA DE MELO, FUNDADOR DEL SANTO DAIME,




LA BEBIDA DEL PODER 


Cuando uno consigue sacar su visión de la rutina,
la vida real se muestra a sí misma mucho más fantástica
que la más imaginativa de las ficciones.
                                          


-¡Ché!- gritaba el médico argentino, su voz totalmente embriagada por el espíritu de Marte- ¿Cómo voy a contar ésto a aquellas minas de Buenos Aires? ¡Es demasiado diferente, loco! ¡Nadie se lo creería!
-Pues claro que no... no hay referencias posibles para quien no haya conocido la Selva y la Ayahuasca... la gente "normal" vive en otro mundo allá afuera, casi en otro planeta... -pensé yo, mientras lo veía erguirse sobre el tronco del gigante vegetal abatido, desbrozando a machetazos las últimas ramas, con tal sensación de victoria en su rostro chorreante de negruzco sudor, que pareciera que lo que yacía a sus pies fuese un dragón feroz, sus siete cabezas decepadas, en vez de un grueso árbol de más de treinta metros de altura que dos días antes formaba parte de un pedazo virgen de floresta amazónica, casi impenetrable, de tan tupida.
Y que ahora más bien asemejábase a un campo de batalla, un infernal paisaje de devastación humeante y calcinada, donde sesenta hombres, tiznados como demonios, golpeábamos rítmicamente aún con nuestros machetes, haciendo picadillo los restos del gran bosque talado y quemado.
Después de dos jornadas entregados a aquel brutal trabajo, nos encontrábamos casi completamente agotados; casi, porque todavía éramos capaces de extraer imprevistas reservas de energía de nuestro arquetipo interno de guerreros animosos, envueltos como estábamos en el trance de la destrucción, borrachos de fuerza, de orgulloso poderío y de competitividad, salvajemente alegres por la hazaña realizada, sintiéndonos superhombres, sin recordar apenas que la razón de todo aquel despliegue de potencia muscular y de determinación, que el motivo de toda aquella épica gesta, no era sino una rutinaria operación agrícola de despeje de selva para que fuera posible sembrar habichuelas al voleo.
De regreso a Mapiá, las mujeres salían a recibir, cargadas con sus niños, a sus maridos e hijos mayores, y los abrazaban como a héroes que volviesen triunfantes de una batalla. Nos separamos, llenos de afectuosa camaradería viril, citándonos para reencontrarnos por la noche en el himnario, y cada uno fue dirigiéndose hacia su alojamiento.
Yo era un extranjero visitante, un gringo que no tenía a nadie que celebrara mi vuelta del trabajo, así que limpié y puse en su vaina de cuero mi preciado machete, cogí ropa limpia y caminé hasta la apartada casa de los maestros, por detrás de la cual bajaba el barranco a un riacho transparente bordeado de verdores, mi lugar de baño preferido.
Cuando estuve desnudo junto a la soleada orilla, con el cuerpo ardiéndome todavía de excitación, la sangre acelerada bajo la piel, se me vino de pronto encima el inmenso cansancio de la jornada y pensé que me iba a desmayar.
Me dejé caer sentado en la arena, sobre las piernas entrecruzadas, y permití que mi cuerpo se relajara, mientras contemplaba las frescas aguas con un agradecimiento anticipado que casi llegaba a la adoración.
De pronto me inundó el amor del espíritu del río a través del arquetipo interno de mi Ánima, y sentí la intensidad integral, cien por cien viva, de aquel momento, y también que estaba siendo convidado por La Vida a disfrutarlo a tope.
-Gracias, Señora... me acoja, me limpie, me acalme, me descanse...- musité con sensual devoción; y me entregué placenteramente a las aguas como a una dulce amante.
Cuando, un rato después, aún me dejaba mecer por la suave corriente, sintiéndome gozosamente disuelto en ella, percibí que había momentos en que aquel lugar me parecía el Cielo en la Tierra, y otros, un infierno, un manicomio, un absurdo fin del mundo del que jamás sería capaz de salir.
El Cielo era la maravilla de la floresta tropical envolviéndonos, aquel sol lujuriante que me incendiaba por dentro, el aire húmedo de la selva dorada respirándome, haciéndome comulgar por el aliento con todos los espíritus del agua y de los bosques.
El Cielo eran los cánticos en el Templo cuando, al anochecer, todas las energías se juntaban sincrónicamente y confluían en aquella saeta de marcial devoción, enfilada con puntería hacia nuestro Yo Colectivo más alto.
El Cielo era la esforzada armonía de las voces, la firmeza sinérgica de las filas de danzantes, expandiendo y expandiendo cada vez más su intensidad interna, sin concesiones al cansancio.
El Cielo era el mágico momento en que la vibración colectiva lograba remontarse hasta las alturas del Astral Superior y conectar, en las fronteras de lo sutil, con alguna supraentidad de paz y sabiduría, que se derramaba ,entonces, sobre nuestras mentes, como una lluvia de amadas bendiciones, de caricias espirituales, de abrazos íntimos y apasionados del Alma Cósmica al corazón humano.
...El Infierno era la férrea, compulsiva, disciplina jerárquica de aquella comunidad ruda, primitiva, prepotente, machista y fanática; la rivalidad entre los aspirantes a jefecillos, la competencia entre los hermanos a ver quien demostraba ser (o parecer) el más esforzado hijo del Padre; la rigidez y reaccionarismo de muchas costumbres trasnochadas; la inquisición continua; el desprecio a la cultura de aquellas gentes exaltadas por el sentimiento del Poder que habitaba sus pechos, del Conocimiento Evidente Mismo manifestándose en sus mentes.
El Infierno era la mentalidad extremista de los guerreros y guerreras, más firmes que amorosos, más preocupados por mortificarse y por pagar sus supuestas culpas pasadas que por corregirse, para luego perdonar y perdonarse, a fin de continuar viviendo en la armonía.
El Infierno era también la violencia, la rabia y la rebeldía que me provocaba el rugiente conflicto interno entre una parte de mí, que despreciaba todo aquello y me urgía a recuperar mi libertad viajera cuanto antes, y otra parte mía, que me pedía constancia y paciencia, ante la intuición de que ésta iba a ser la Gran Aventura y la Gran Enseñanza de mi vida.
El entorno era el Cielo. La Doctrina, los viejos Maestros, eran el Cielo, las miraciones dejaban entrever los Cielos. Pero el Infierno estaba, como siempre está, en la limitación, en la emocionalidad caótica , en el espíritu de comparación y en la soberbia ignorancia humana.





Aunque ya hacía un mes que estaba allí, me sentía apenas recién llegado. Pareciera que  tan sólo unos días antes me había despedido de mi compañera y de mis hijos en el aeropuerto de Brasilia, y, según veía elevarse en dirección a Colombia al avión que se llevaba con ellos a la mitad de mi ser, la otra mitad, desgarrada, se iba envolviendo en una profunda crisis.
      Y, sin embargo, todo aquello había sucedido ya hacía cuatro meses, los cuatro meses más rápidos de mi vida.
En el primero de ellos se dieron toda clase de condiciones para que yo dejara la comunidad donde había estado viviendo antes con mi familia. Estaba claramente rompiendo con todo el anterior ciclo de mi vida: Ni familia, ni amigos, ni comunidad, ni un hogar fijo.
 De nuevo, tras tantos años, solo conmigo mismo, un errante extranjero sin compromiso alguno. De nuevo, después de tantos años, caminante sin rumbo al borde de un vasto horizonte lleno de posibilidades.
  Y ya que estaba solo, y sin otra cosa que hacer, salvo contemplar el lentísimo fluir de mi tiempo, tan libre como vacío, aquel tiempo interminable que volvía a pertenecerme por entero, me dejé fluir en él y, en mi primer paso, me llegué hasta la ciudad de Goiania, en el centro del Brasil, donde moraba  aquel hombre feliz, lleno de Dios, que era Carlos Pacini.
...Por primera vez desde que conocía a Pacini, comencé a tomarme en serio el seguir efectivamente sus instrucciones: me centraba con consciencia en el tercer ojo, entre las cejas, rindiéndome al comando del Padre Interno sobre mi mente, mi cuerpo y sus acciones.
Obedecía las sugerencias del Hijo, que me llegaban desde el corazón en forma de espontáneas intuiciones cargadas de sentimiento fraternal, generoso y desapegado, y no permitía que las conveniencias de mi razón las manipularan ni modificaran posteriormente; con lo que facilitaba que lo mejor de mí saliese de mí.
También canalizaba tantricamente hacia lo alto la energía de la Madre, la fuerza vital generatriz de formas de mi sexo, sin desperdiciarla en derramamientos externos.
Vivía así en digna soledad y en meditación continua, atento y conectado como nunca antes; al tiempo que no paraba de trabajar ni de resolver mis necesidades cotidianas, sin preocuparme por alcanzar resultados ni objetivos, abierto y disponible para que aquello que fuese para yo hacer, pudiese manifestarse y realizarse.
...Y como Carlos Pacini había prometido, la Vida comenzó a actuar a través de mí en el mismo momento en que yo renuncié sinceramente a moldearla: el primer cuadro que conseguí pintar (sin permitirme pensar sobre lo que haría con él después de pintado), más que venderse, fue como si hubieran venido a quitármelo de las manos. Además, recibí del generoso comprador una gran cantidad de madera que le sobraba y, poco después, se me ofreció alojamiento, comida y un estudio junto a una piscina rodeada de jardín, sin otro interés que el de facilitarme el poder trabajar libremente, sin más móvil que el de la pura amistad y aprecio de una dama brasileira que me valoraba, una bella mujer, satisfecha y creativa, enamorada de su marido, madre de un amigo mío, corazón continental, como el de su país, que me rodeaba de la más noble hospitalidad y me animaba a sólo pintar, mientras ella cuidaba de su jardín y su esposo, todo un capitán de empresa, salía a sus batallas en la ciudad.
La florida finca de mi mecenas tenía por nombre uno de los que designan a la Madre Tierra Fecunda en Sánscrito, que era el arquetipo que mejor cuadraba a aquella mujer llena de amor, cuyas manos colmaban todo el verde entorno de belleza.
Se manifestó así, con ella como canal, la mejor oportunidad para que yo pudiera dejar fructificar comodamente todo cuanto se había ido acumulando en mi experiencia, tras cinco años de peregrinar los Caminos Mágicos de la América del Sur. Viví allí dos meses de absoluta efervescencia creativa: Después de una semana preparando bastidores con la madera regalada y tensando e imprimando lienzos, me puse a pintar día y noche con el alivio con que una madre inminente llega por fin a la sala de partos.
Antes de otra semana de trabajo, mi tercer ojo rebullía igual que una caldera a presión, la inspiración fluía y fluía como una catarata de imágenes que mi mano no se cansaba de esbozar sobre las telas en enérgicas y sueltas pinceladas. Tan fuerte era el sentimiento de comunicación con mi Maestro Interno, tan continuo el fluir, que a veces tenía que dejar los pinceles y marcharme a pasear por las praderas y bosques vecinos para evitar que la cabeza me estallara.
Una altísima alegría y una integración con todo mi entorno me embriagaba, haciéndome flotar. Salía de pronto en medio de la noche a contemplar la Cruz del Sur coronando a la ciudad de Goiania, en su extenso valle reclinada, para seguir después pintando o dibujando en mi cuarto. Dormía muy poco y mis sueños eran también inspiración continua, absolutamente conscientes, recordables y llenos de aprendizajes.
A pesar de dormir tan poco, me sentía lleno de salud y energía, sin el menor asomo de cansancio ni preocupación alguna, renovado y super-feliz.
Pinté, en aquel mes, más que en toda mi vida: una enorme cantidad de cuadros, pequeños, medianos y hasta tan grandes que en un coche no cabrían; Permitía que mi interior se exteriorizase totalmente libre y despreocupado del seguimiento o no de las tendencias y modas de la época.
Ya que la Abstracción, una vez pasadas a la Historia, en los años sesenta, sus últimas vanguardias innovadoras de indiscutible valor, había acabado por imponer su dictadura como un nuevo academicismo limitante y exclusivista, formal hasta la médula, egocéntrico, etiquetador, narcisista y generalmente tan vacío y tan disperso como suele estar el hombre sensible inmerso en la cultura o la contracultura del sistema; totalmente divorciado de la atención y del gusto convencionalizado del pueblo; lleno de tantos tabúes mentales para iniciados como de pura confusión arrogante; todo esto, al tiempo que aún se jactaba de una falsa aureola de rebeldía libertaria y original... igual que hacían los gobiernos de izquierdas en Europa, por fin llegados al poder, tras larga lucha, y rapidamente integrados, domesticados y corrompidos por su contacto.
La abstracción academizada, integrada y archirepetida me parecía un buen reflejo de la decadencia hueca y del callejón sin salida al que había llegado el Materialismo de la Era Industrial, ahora melancólicamente gangrenado por el desencanto de la revolucionaria utopía social marxista, por una parte, tanto como por el descrédito de la teoría del progreso salvador capitalista por otra (ya tan desprovisto de enemigo como de justificación)... dos cloacas igual de fétidas que desembocaban en el pantano del contaminado y decadente pasotismo postmoderno en el que el mundo viejo se hundía lentamente entre náuseas...
...Así que, sin el menor interés por la programación cultural reinante y sin desear seguir a otro modelo ni lenguaje que los que manasen espontaneamente de mi corazón, me volqué a una pintura atemporal y simbólica, filtrando las vibraciones de mi vivencia de aquel momento y lugar, en la que composiciones figurativas de tema alquímico eran realzadas y a veces iluminadas o veladas por el vibrante multidimensionalismo plástico desarrollado en mi propia caminada abstracta anterior.
Cantaba en mis cuadros la magia de la Vida descubierta en aquel País de la Magia que el Brasil era y en todas mis experiencias interiores. Mis colores eran los tonos lujuriosos del jardín tropical de Ivonne... Pintaba y pintaba y aún tenía tiempo para compartir la bella amistad de la familia que me hospedaba, además de asistir, dos noches por semana, a las reuniones que los discípulos de Pacini organizaban particularmente en sus casas.
Podía ahora comprender a aquellas personas que pasaban el día haciendo el amor con la Vida, locas de pasión por su Divinidad Interna, iluminadas por el sentimiento o presentimiento de su Yo Auténtico[*], verdaderamente expandidas por el Amor más allá de sus anteriores límites... a pesar de que un par de meses antes me habían parecido, simplemente, buscadores ingenuos autosugestionados por su propio afán egocéntrico de transcender.
Salía de aquellas reuniones recargado por la amorosisíma energía de Pacini que impregnaba la atmósfera, aunque raras veces se presentase allí personalmente, para evitar, comentábamos, la creación de dependencias; ya que él no dejaba de repetirnos que el Unico Maestro Real era el Cristo, La Segunda Persona del Ser Total, que eternamente reside en el corazón de cada hombre o mujer del planeta. Y a Él nos remitía, animándonos a no dejar que la comunicación con el Íntimo se cortase, por andar buscando fuera lo que ha estado en nuestro centro vital desde siempre.
- Dios es la Vida, -nos decía- no es una cuestión de tener ni de saber, sino de ser: se tú mismo, se la Vida; y sentirás a Dios en todo tu ser.

En mi segundo mes en la finca "Shavastia", dejé, de repente, de pintar, renunciando a dar acabamiento a mis numerosísimos cuadros esbozados, para volcarme a una nueva actividad: escribir. Y la misma efervescencia creativa llenó centenares de páginas, en las que, sin otro estilo literario que la espontaneidad, sin corregir, en un Galaico-Portuñol[†] que sólo yo podía entender y con una cierta urgencia exaltada, daba salida a todo lo que mi corazón había comprendido sobre la belleza y la sabiduría de la Vida y a todo el agradecimiento que sentía hacia aquel Amigo (no le gustaba que le llamásemos Maestro), que con un abrazo fraternal y su maravillosa locura de amor obrara la magia en mí, como en tantos otros, de que todo lo que hasta entonces no fueran sino eruditas informaciones inútiles en mi cabeza, cobrasen sentido de pronto, al sintetizarse y elevarse en dirección a mi propio Yo Superior redescubierto.
Al final del segundo mes, plazo límite discreto para seguir gozando de una hospitalidad, por señorial que sea, mi inspiración continuaba, pero ya demasiado ardiente y acelerada como para poder sublimarse en cuadros o escritos: el Caminar me llamaba.
Justo en ese momento cayeron en mis manos unas fotografías del satélite Landstat, el cual, orbitando en torno del planeta, había revelado, con la ayuda de rayos infrarrojos, la existencia de una alineación de formas piramidales bastante grandes bajo las copas de los árboles en la selva virgen fronteriza entre Brasil y Perú, allá donde la Amazonia es más tupida y más salvaje.
La información añadía que la selva ya se tragara dos expediciones bien equipadas procedentes de Norteamérica, que jamás regresaron. Se relacionaban las supuestas pirámides con la leyenda de la ciudad subterránea de Akakor [‡], sobre la que yo llevaba algún tiempo reuniendo notas, aunque también se daban datos de otras investigaciones, que parecían demostrar la falsedad de tal leyenda.





MAPA DE LA AMAZONIA

TEXTO AL PIÉ:

"LA VIDA ES UNA PEREGRINACIÓN EN BUSCA DE LA PROPIA AUTOREALIZACIÓN. EL CORAZÓN SABE A DONDE VA. TÚ PUEDES VAGAR AL AZAR, ESTANCARTE, O EMPEÑARTE EN SEGUIR UN CAMINO AJENO A TÍ"
"MAS, POR POCO QUE TE PONGAS A CAMINAR INVOCANDO SINCERAMENTE LA GUÍA DE TU CORAZÓN, DIRIJAS A DONDE DIRIJAS TUS PASOS, ÉL SIEMPRE TE CONDUCIRÁ HACIA EL ENCUENTRO CON LO MÁS ALTO DE TÍ MISMO."





El caso es que, desde que yo entrara en el Brasil, hacía ya más de cuatro años, aquellas soledades inexploradas del corazón de la selva me atrajeron desde el mapa con obsesionante fuerza y habían hecho prender en mí la fiebre de la búsqueda de la Ciudad Perdida, que fascinó a tantos europeos y norteamericanos, resucitando en nosotros quien sabe que lejanos arquetipos subconscientes.
 No me interesaban supuestos tesoros fabulosos, como a otros ingenuos más "realistas", ni hallazgos de restos arqueológicos en ruinas; pero tenía el presentimiento de que, si en este mundo existía una Ciudad de Sabios, un Shamballa o un Agharti, ésta debería encontrarse en un lugar apartado de la locura de la Sociedad de Consumo, que vampiriza y degrada cualquier talento.
 - Seguramente –pensaba yo- se tratará de una comunidad que permanece bien oculta trás el telón verde de la selva virgen, en la que un grupo de   selectos genios se dedican a preparar, quizás, un modelo de nueva sociedad, así como también a un disciplinado equipo de discípulos misioneros, capaces de proyectar después hacia el mundo, constructivamente, ese Modelo Ideal, que inspirará los tiempos innaugurales de Acuarius.
 Aunque, desde una perspectiva occidental y urbana mis pensamientos puedan parecer hoy absolutamente disparatados, eran hijos de la embriaguez producida en mi mentalidad europea por su inmersión en aquel interminable océano de naturaleza virgen y en el misterio insondable de la jungla, un misterio tan patente, que   muchos perdieron la cabeza, por él fascinados.
Por otra parte, la Amazonia está plagada de mitos acerca de túneles que conducen a ciudades subterráneas o a colonias espirituales o extraterrestres. De forma parecida había oído hablar antes, en el Perú, del "Monasterio de los Andes", cuya Puerta de Luz sólo aparecía ante la vista del peregrino -se decía- cuando éste se encontraba en el estado de sensibilidad adecuado.
Dos años antes, tras ahorrar dinero suficiente pintando retratos durante la temporada veraniega, había dejado a mi familia en la seguridad de la bella isla de Mosqueiro, cerca de la desembocadura del Amazonas en el Atlántico; y, siguiendo mi impulso innato de explorador, atravesé varios estados más grandes que muchos países europeos, hasta llegar al selvático Mato Grosso, donde comenzaba el Far West brasileño.
En Nobres, me uní a una expedición de garimpeiros (buscadores de oro), verdaderos conquistadores armados hasta los dientes, con las peores cataduras que uno se podría imaginar y extremadamente rudos, pero excelentes camaradas capaces de todo. Con ellos crucé media Amazonia de Sur a Norte, por algo que en los mapas brasileiros figuraba como Pista Transamazónica, pero que en realidad sólo era una torrentera semiinundada, en la que muchas más veces nosotros tuvimos, casi, que cargar con nuestro vehículo, que él con nosotros. Yo esperaba, sin confidenciárselo a mis compañeros, que, en algún momento, mi intuición, al igual que me había llevado hasta la mujer de mi vida en la Selva del Fin del Mundo, al otro lado de los océanos, también sería capaz de conducirme ahora a la secreta Ciudad de los Sabios Ocultos, que desde mis sueños más locos me llamaba.
Pero no estaba entonces preparado, o la compañía o la ruta no eran adecuadas y, cuando conseguimos llegar por fin a Santarém, al borde del Gran Río, cansados, rotos, reventados, picados por mil bichos, hambrientos, habiendo incluso perdido nuestro vehículo, que derrapó en la noche y quedó colgado de un barranco casi hacia el fin del viaje... hice balance de mis logros y me di cuenta de que únicamente había conseguido pasar ante millones de entrelazados árboles, al borde de devastaciones calcinadas que, en todo lugar donde el ser "civilizado" lograra llegar, señalaban su presencia y su estilo.
En mi regreso a Mosqueiro por "la Cobra Grande" (es decir, río Amazonas abajo), me prometí que nunca jamás me volvería a lanzar tan ciegamente a una aventura exterior; y durante los dos años siguientes me había mantenido coqueteando prudentemente con la floresta, pero sin adentrarme demasiado en ella. A pesar de lo cual un día, mi compañera y yo nos perdimos durante toda una jornada en la Mata Atlántica, no demasiado lejos de una ciudad. Como no teníamos machetes, era un calvario avanzar u orientarse, pero tuvimos la fortuna de encontrar un riacho y nos metimos en él hasta la cintura para avanzar aguas abajo -confiando en que acabara desembocando en el mar-, hasta que finalmente divisamos en una orilla un sendero de cazador que, tras mucho caminar, nos condujo a su acechadero selva adentro; y luego, reculando y atravesando de nuevo el río, a la salida del agobiante marañal cuando ya estaba comenzando a caer la noche.
Quien no ha estado en la Sudamérica Tropical no puede imaginar lo que es un bosque; en Europa ya no hay naturaleza libre; como mucho, algunos parques bien domesticados, que ni siquiera con todo el cacareado control y medios técnicos de los estados modernos se salvan de ser arrasados por las llamas cada tres veranos.
Así pues, yo estaba escarmentado y prevenido. Sin embargo ahora, mi vibración era otra: había pasado dos meses dejando que mis intuiciones me guiasen sin trabas, y ellas sólo me condujeron a la creatividad, el amor, el conocimiento y la felicidad; estaba solo y bastante separado de mi familia, me sentía libre y lleno de fuerza. Todo mi anhelo interior era reemprender la búsqueda de la soñada Ciudad de los Sabios Ocultos.
Estuve a punto de ir a molestar a Carlos Pacini a su casa, para pedirle consejo sobre mi anhelo, pero por la experiencia de otras veces en que le preguntara cosas semejantes, ya sabía lo que me diría:
- No hay nada que buscar fuera de uno mismo, pero si uno siente verdaderamente ganas de hacer algo y ese algo no contraría su ética personal ni perjudica a nadie, es que es para intentar hacerlo, o quedarse frustrado por no haber intentado hacerlo.
Así que no lo pensé más y lo hice.





Me despedí de Ivonne como de una madre querida -la madre de mis cuadros- y crucé, sin más que una mochila, el continental Brasil en autobús hasta el estado de Acre y hasta Rio Branco, la última capital civilizada cerca de las puertas de la selva. Allí, sólo por pura curiosidad de antiguo comunitario, fuí a visitar una comunidad, a la que llamaban Colonia Cinco Mil, perteneciente a una tal Iglesia del Santo Daime, de la que no tenía más que vagas referencias.
Aquella misma noche fuí iniciado, por el chamán Chico Correntes, en el ritual de la ingestión de Ayahuasca.
Dos semanas mas tarde, muerto y resucitado tras haber pasado fortísimas experiencias en la Colonia Cinco Mil, en Anhangás, la frontera de la selva, y en el cercano Boca de Acre... (donde apareció inesperadamente mi iniciador, después de haber recorrido, en un viaje de cinco horas, la última pista de tierra que conducía sobre ruedas a algún lugar en el Brasil, para llegar justo a tiempo de someter a mi demonio interior más fuerte y de hacerme revivir recuerdos de antevidas)... embarqué en una canoa a motor y, cuando amaneció, me encontraba surcando las aguas barrosas del gran río Purús, afluente del Amazonas, junto a otros siete visitantes y guerreros del Daime, yendo al encuentro de la Ciudad de los Sabios Ocultos en el interior de la floresta...
Naturalmente, para entonces, yo ya ni pensaba en perder ni mi tiempo ni mis energías buscando algo tan poco importante como supuestas antiguas pirámides escondidas bajo la selva.





“O vento sopra
O vento vai buscar
O vento sabe
A onde encontrar”

Fragmento de un himno del Santo Daime (Regina)

Al segundo día de navegación subíamos el igarapé Mapiá, un afluente o canal del Purús que se adentraba en la esponjosa floresta profunda. Las aguas, teñidas de barro rojizo, hacían un espléndido contraste con la variada gama de verdes infinitos bajo la luz dorada de la jungla. Desde las enmarañadas orillas saltaban suavemente al agua, anticipándose a nuestro paso, los caimanes jacarés, y se quedaban acechándonos, con sólo los periscopios de sus ojillos siniestros asomando sobre la superficie. Bandadas de garzas, flamencos, ruidosas araras o periquitos, alzaban el vuelo al oir nuestro motor, que acallaba por un momento el concierto selvático. Docenas de mariposas multicolores danzaban revoloteando en espiral sobre la arena, al borde del río, como prendidas a un hilo de sol entre los gigantescos arboles filtrado.
Navegar en canoa por el igarapé suponía un continuo ejercicio de atención: si uno no estaba atento corría el peligro de golpearse con cualquier rama o liana que surgía en cualquier momento,   proyectándose desde la orilla hacia el centro del río, o de chocar contra cualquier tronco flotante, o apenas semisumergido bajo la superficie.
Incontables veces tuvimos que meter el cuerpo en aquellas aguas, sospechosas de ocultar pirañas, jacarés o enormes cobras giboias (anacondas), para desencallar la embarcación de los bajíos de arena, o para librarla de los peñascos, troncos o lianas que interrumpían el paso. A veces teníamos que parar a cortarlos con nuestras hachas y machetes, y otras, los obstáculos eran tan gruesos que había que tirar entre todos de la pesada embarcación, rebosante de equipaje, para pasarla por encima.
Aunque de vez en cuando se desencadenaba una corta lluvia torrencial que nos empapaba totalmente, enseguida volvía a lucir el sol entre las nubes límpidas de aquel cielo esplendoroso y nos secábamos. La belleza de la selva y el regusto de la aventura nos calentaba el alma y surgió una hermosa camaradería entre algunos de nosotros.
Por fin, fuimos llegando a Mapiá, la comunidad principal del Pueblo de Juramidán en el corazón de la floresta. Sentimos su proximidad porque nos cruzábamos con otras canoas cargadas de gentes sonrientes que nos saludaban haciendo el expresivo signo de "tudo bem" con los dedos; y también, algo más adelante, con muchos niños preciosos de ojos enormes y de todas las razas, que jugaban chapoteando y bromeando en las orillas y que nadaban alegremente hacia nosotros cuando pasábamos.
Y lo primero que ví de aquel lugar increíble, elevado sobre las altas riberas embarrancadas, fué un largo puente de madera que cruzaba el río a nuestro frente, como un arco de bienvenida y, en su arranque... dos grandes pirámides, que brillaban doradas por el sol poniente: eran los tejados de la casona familiar del Padrino Sebastián.





Comenzaré a explicar aquí algunas cosas sobre el Pueblo de Juramidán, el Santo Daime y el Padrino Sebastián: el Daime, Ayahuasca, Yajé, Kamarampi o Pildé, es una bebida de poder, complejamente elaborada por la unión alquímica de una liana machacada, que da fuerza, y las hojas de un arbusto de la selva, que da lucidez; son plantas sagradas de uso chamánico que casi todas las tribus de caboclos, o indios amazónicos, utilizan desde tiempo inmemorial (los arqueólogos han encontrado sus restos en enterramientos que fueron datados con una antiguedad de más de cinco mil años)... y que han acabado por pasar a los mestizos, sincretizándose los rituales indígenas con una mezcla del rudo catolicismo de los caucheros, más los cultos y prácticas espiritistas afrobrasileiros.
En el primer cuarto del siglo xx, un siringueiro mulato de casi dos metros de altura, Irineu Serra, que extraía látex (siringa) en una colocación situada en las fronteras selváticas de Brasil con el Perú y Bolivia, fué llevado a participar en un ritual de ingestión de Ayahuasca que unos indios Katios estaban preparando en una maloca al borde del Manuripe, un igarapé en los altos del río Tahuamano. Irineu dijo que si aquello era una cosa buena, con gusto la llevaría a su gente.
Cuando la bebida de poder hizo su efecto, Irineu -según dice uno de sus himnos- vió venir hacia él por el río del Astral una canoa resplandeciente, y sobre ella una señora, majestuosa en su serenidad, que lo invitó a subir y le preguntó quien creía que ella era.
Irineu, deslumbrado, respondió: - Yo creo que la señora debe ser una diosa universal...
- Ella sonrió y le dijo: - ¿Tú crees que esos indios me están viendo como tú me ves? - y ante su asentimiento, ella prosiguió: - Pues no me ven igual que tú; Yo soy la Energía de La Vida, el Espíritu de la Selva... estoy dentro de tí y dentro de todo, porque soy la fuerza de Transformación misma; Soy la Eterna Energía que toma todas las formas, y la forma con que cada ser puede captarme depende del condicionamiento cultural que hay en su cabeza; Esos indios me ven como un águila, una serpiente o un jaguar, sus tótems; o como los duendes de la selva en los que creen; y tú me has vestido en tu mente como a una virgen o una reina cristiana... Pero poco importa eso -sonrió- ...lo que importa es si tú quieres encargarte de transmitir este Poder de Percibir Lo Esencial a tus hermanos, a fin de ayudar al progreso de sus espíritus.
Irineu, en éxtasis total, lo prometió. Poco después marcharía a lugares más poblados, donde comenzó a unir espiritismo cristiano con ingestión sacramental de Ayahuasca, concentrándose fundamentalmente en un trabajo de cura tan desinteresado, eficaz e impecable que le sirvió como escudo de prestigio contra aquellos murmuradores que sólo querían ver en él a un negrón macumbero.
En el conjunto de himnos que fue recibiendo a lo largo de su vida, denominado "O Cruzeiro", se contiene el mensaje esencial de La Virgen. Algún tiempo después de su encuentro con Ella, tras muchas vueltas y aventuras, acabó fundando su Iglesia en una colonia de las afueras de Rio Branco, de la que, a su muerte, derivaron la del Alto Santo, la de Luis Mendes, la del Santo Daime y muchas otras agrupaciones menores, de un carácter o de otro según el temperamento de sus discípulos. [§]
Uno de ellos era Sebastián Mota de Melo, nacido en 1920 en el valle amazónico de Juruá, canoero, padre de familia, medium sanador, Maestro analfabeto, profeta y líder. Le habían llevado un día ante Irineu Serra tumbado en una carreta, con el hígado destrozado por un tumor maligno. Estaba desahuciado por los médicos y casi muriéndose. Una sola sesión de Daime, una operación en el Astral, y fue como si le hubiesen implantado un nuevo órgano.
A la muerte de su maestro curador, el Padrino Sebastián tuvo carisma suficiente para reunir alrededor de sí a un movimiento de más de trescientas personas, en su mayoría siringueiros, que creyeron en él y accedieron a seguirle selva adentro para fundar una nación: el Pueblo de Juramidán
 Lo que significa, en lenguaje indígena o espírita, “El Pueblo de los hombres y mujeres que buscarían armonizar, dentro de sí mismos, a los Logos Padre e Hijo sintetizados, (el hombre espiritual, Midán, o sea, cada uno de nosotros, despierto a la percepción de su-nuestra eterna Unidad con su-nuestra Divina Esencia, Jura)” ...Y esto lo podrían conseguir, siguiendo las instrucciones del Tercer Logos: el Logos Madre, La Reina de la Floresta.
El Padrino comenzó por dar carácter a su propia Iglesia y Comunidad en la Colonia Cinco Mil, una gran finca en las afueras de Rio Branco; pero aquello estaba todavía demasiado cerca del sistema y de sus cantos de sirena.
 Así que una mañana cualquiera, poniendo en práctica un viejo sueño del Maestro Irineu y obedeciendo a su propia Voz Interior (que un día dio respuesta a su ofrecimiento de rendición total al Espíritu para que hiciera con él lo que quisiera), Sebastián Mota y su gente tuvieron la decisión y el valor de abandonar todas sus seguridades anteriores, reunieron en un fondo común sus bienes transportables, igual que los primeros cristianos, y se arrojaron a su prueba de fuego en Rio de Oro, una zona de jungla pantanosa suficientemente apartada como para facilitarles un ambiente propicio para vivir conforme a la doctrina del Santo Daime.
 Lo cual quería decir: pasar por esta vida como por una escuela de transformación interna del espíritu, dentro de un laboratorio de unidad fraternal, la comunidad, alejados de las perniciosas interferencias y distracciones del "Mundo de Ilusión" y aprendiendo intimamente de dos grandes profesores: el poderoso Espíritu de la Ayahuasca, Maestro Juramidán, y la Santa Virgen Naturaleza...
La zona estaba infestada de mosquitos transmisores de la malaria; yo la padecí en la selva del Chocó, en Colombia, y estuve siete días agonizando, intermitentemente incendiado o congelado por fiebres altísimas, alucinado durante la mayor parte del proceso y sintiendo dolor en cada músculo del cuerpo; y sólo me salvó una potente medicación tomada a tiempo y la amorosa ayuda de quien más tarde sería mi esposa y mi mayor Maestra de Vida. Así que puedo comprender muy bien como, al cabo de dos años y de muchas malarias, luego de haberse autoseleccionado y cribado mucho el pueblo del Padrino, decidieran con la mayor fe y entereza abandonar una vez más todo lo construído y trasladarse, en Abril de 1983, a otra lejana zona de selva virgen, menos fértil pero más sana, que bautizaron con el nombre de El Cielo de Mapiá.
...Ya que lo que habían pasado en Rio de Oro fué, en cierto modo, un descenso a los infiernos; una prueba durísima, pero que cimentó totalmente la firmeza de la consciencia del YO SOY de Sebastián Mota, tras su iniciático encuentro definitivo con el Guardián del Umbral, y la consolidación de la confianza de sus valerosos camaradas en él y en ellos mismos, como individuos y como comunidad, lo que cuenta muy bien Alex Polari de Alverga en su muy valioso libro "Ayahuasca"[**], donde se relatan los primeros tiempos del Pueblo de Juramidán. Yo me centraré en el testimonio de mi propia experiencia vivencial en los años 1989-90.
En el corazón de la floresta, cuando yo conocí Mapiá -un bello conjunto de casas artesanales de madera, esparcidas entre colinas y bosques, cruzada por la confluencia de dos pequeños ríos navegables y abrazada por el interminable océano de la jungla-, el Pueblo de Juramidán pasaba el día entregado a las actividades normales de una aldea amazónica: un titánico esfuerzo por extraer de la selva los recursos indispensables para la supervivencia alimenticia, habitación y vestido, además de un excedente con el que comprar las preciadas herramientas, armas y combustibles de la ciudad remota.
Pero eso era sólo la estructura material, bastante precaria, puesta al servicio de su interés primordial, que consistía fundamentalmente, por lo menos para los veteranos seguidores del Padrino, en la obtención de la salud integral, la del cuerpo y la del alma, y en el mantenimiento de la vida espiritual de la comunidad.





Una comunidad, sobre todo si está relativamente aislada y en la naturaleza, es, en sí misma, un poderosísimo instrumento de crecimiento interior y exterior para sus miembros. Luego que hemos sido capaces de armonizarnos minimamente con nosotros mismos, y después con nuestra pareja y con nuestra familia de sangre, el logro de una convivencia cotidiana constructiva y armónica con un grupo de seres humanos que comparten un objetivo común, es la natural tercera etapa-escuela siguiente en nuestro camino evolutivo, justo antes de que llegue la cuarta, la del amor de aceptación plena a la Humanidad Universal, sin importarnos como sea cada hermano, sin juzgar; aquella que constituirá nuestro último curso vital de armonización integral con El Todo que somos...
Esta Tercera Etapa de la Escuela Evolutiva, la que intenta conseguir una convivencia grupal en verdadera fraternidad, inspiraba el sentido de la fundación medieval de monasterios durante la Edad Media. Para lograrla, los monjes renunciaban al discurso del siglo y al mundo, se recluían, juraban castidad y obediencia y se sometían humildemente a una severa Orden y al mando incuestionable de la comunidad sobre el ego individual, mando que asumía un prior venerable o una abadesa.
  . Pero en la Era de Acuarius el monasterio no es excluyente, admite a familias enteras con sus niños, tiene como modelo ancestral a la vieja tribu indígena y se inspira localmente para luego proyectarse globalmente, sabiendo que nuestra verdadera comunidad es el Planeta Todo... y aún Más Allá.
En oposición complementaria al tipo de espiritualismo místico que abomina de la materia, vive pendiente del espíritu y "muere porque no muere" - que es la vía del monje-, el ideal espiritualista comunitario cree en la posibilidad de construir el Reino de Dios sobre la Tierra, o la sociedad ideal a la que todo humano aspira en su corazón... o, al menos, en que hacer el intento de conseguirlo es, en sí, una gran escuela de crecimiento interior.
Esta es la vía del Guerrero o de la Amazona de Luz. Se llama así porque supone un duro combate para el que hay que prepararse muy bien; personalidades muy fuertes van a tener que convivir juntas en un esfuerzo constructivo en el que lo que se está edificando es más la armonía espiritual de los hermanos y hermanas comunitarios que un pueblo de madera o ladrillo o que una organización social... aunque ésto también haya de hacerse, y con la mayor perfección y unanimidad posible. También es llamada la Vía del Filo de la Navaja, porque sólo se puede recorrer comprometiéndose el guerrero o la guerrera, ante Sí Mismos y su Sendero Eterno, a convertirse en maestros del equilibrio interior y exterior.
Tarde o temprano, los egos que se han ido acumulando en nosotros afloran y chocan, surgen desacuerdos y disputas y luchas de poder, se forman bloques enfrentados, hay retiradas, salidas, división, cismas, pleitos... todo ello adobado por desconfianza o competencia en relación a los demás, autoritarismo de algunos y rebeldía de otros, ahondamiento de diferencias entre "disciplinados" y "libertarios", o entre "constructores prácticos de un mundo mejor" y "relajados meditadores sólo centrados en lo sutil";
Estos disentimientos, frontales o soterrados, comienzan como sana crítica constructiva... pero pueden derivar facilmente en mezquino chismorreo disgregador, calumnias, enemistad directa... hasta que tal vez llega un momento en que la lucha temporal casi hace perder de vista totalmente el objetivo espiritual.
En fin, estamos hablando de todas las insuficiencias de amor y tolerancia, y hasta de elemental sensatez, que caracterizan la vida social inconsciente y vulgar. Sólo que los comunitarios espiritualistas tienen que saber, previamente, que todas esas tensiones y fricciones son parte normal del proceso, las cáscaras del huevo que hay que romper para renacer, como diría Sebastián Mota, y que si se han reunido es para enfrentarlas como guerreros y para conocerse en el espejo de los demás y transmutarse, hasta superarlas como sinceros y humildes aprendices de hombres-dioses, intentando, durante la aventura, no perder la unidad, ni la amorosa armonía interior ni la consciencia... Unicamente los ingenuos se imaginan la comunidad como una utópica luna de miel de amiguetes amartelados, toda rosas sin espinas.
Yo ya había pasado por algunos tipos de experiencias comunitarias, sobre todo mi estancia de dos años y medio en la Fraterunidade do Vale Dourado, en Pirinópolis, Goiás, donde tuve el privilegio de convivir, en un bello santuario natural, con una hornada de comunitarios que era gente de lo mejor que conocí en el Brasil; pero aún estaba muy verde mi individualismo, muy duras y rebeldes a la entrega las resistencias de mi ego a la confianza en los demás y a la confianza en mí mismo, y muy fuerte mi sentido crítico que no paraba de juzgar y juzgar.
Por tanto, necesité vivir la experiencia de otra comunidad que, como la del Daime, dispusiera de recursos poderosísimos de disciplina interna y externa, para hacerme comenzar a percibir que la libertad individual sólo se realiza en plenitud cuando se compromete libremente a rendirse, a no dudar ni criticar más y a ponerse humildemente al servicio de algo que es mucho mayor que ella: el Plan Cósmico de Solidaridad Mutua... o, mejor, usemos su nombre más sencillo y conocido: EL AMOR.
Así como el Maestro Irineu había tratado de poner el amor en acción, uniendo a sus discípulos en continuos "mutirones", o sea, grupos de trabajo cooperativo y solidario, el Padrino dió el paso hacia una unión más íntima y comprometida: la comunidad.
 Y lo dió de una manera radical: colectivización igualitaria de todos los bienes disponibles y enorme apartamiento, para facilitar la creación, sin demasiadas tentaciones, de un ambiente limpio donde el espíritu pudiese desarrollarse, a base de colaborar fraternalmente en la construcción de la Nueva Jerusalén. Además de auto-conocerse cada uno en el espejo del grupo; de quemar karma con la Bebida de Poder y con el trabajo físico duro; de purificarse, envueltos en las energías naturales más potentes del planeta y, sobre todo, de mantener la cabeza y las emociones alejadas del discurso dominante en aquel mundo viejo dominado por el pesimismo, el desánimo, el egoísmo y el morbo... es decir, por el "Correo de las Malas Noticias", tal como el Padrino le llamaba, principal programa mental, individual y colectivo, constructor y sustentador de las formas-pensamiento demoníacas que encadenan a la Humanidad a unos hábitos que sólo a su degradación y a su suicidio conducen.


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